Las mujeres hacemos cualquier cosa con tal de no estar solas

Una amiga muy cercana me contó que volvió con su ex novio después de 10 meses de estar separados. Volvió… a pesar del dolor, de los errores, de que ambos pudieron «rehacer su vida»- sí… así, entre comillas. Después de haberla apoyado, sufrido, reflexionado y crecido a su lado, es inevitable que a la una de la mañana no pueda dejar de pensar en esto.

Yo siempre he sido de las que creen que volver con un ex es asquerosamente innecesario, una total pérdida de tiempo, una mentira, un espectáculo que montamos porque no podemos afrontar nuestra soledad. Pero sucede tan a menudo que no puedo evitar preguntarme: ¿realmente hay amores que duran toda la vida y solo están superando pruebas? ¿El distanciarse hace que el lazo se fortalezca? ¿Se puede superar el dolor que se causaron mutuamente y pretender que nunca pasó? o ¿simplemente, estamos desesperadas?

Como dice Manuela en «Todo Sobre Mi Madre» cuando relata la historia de cómo su esposo se volvió transexual, es decir, se puso un par de tetas y ella aun así lo aceptó:

Manuela: Las mujeres hacemos cualquier cosa con tal de no estar solas

Rosa: Las mujeres somos más tolerantes

Manuela: Somos gillipollas y un poco bolleras…

Yo concuerdo cien por ciento con Manuela, somos re boludas. Terminamos casadas con aquel infiel que ni siquiera tenía la delicadeza de ocultar las tangas de su amante en la habitación, o comprometidas con el manipulador pasivo agresivo que hasta cambiaba nuestra forma de vestir, terminamos aferradas a aquel que nos gritó, nos golpeó, nos ultrajó; Encadenadas voluntariamente como pacientes mentales a ese quien hizo que olvidemos nuestra identidad… ese que no solo nos rompió el corazón, sino también nos desgarró el alma…

Me pregunto: ¿hay alguna estadística de la cual no me he enterado en la que diga que ya no hay hombres en la tierra?… entonces ¿Por qué aferrarnos a seres del horror que solo nos han traído dolor? ¿Por qué empecinarnos en una sola persona, si sabemos que nos hace mal? Nuestras abuelas se cansaron de aconsejarnos que las personas nunca cambian. Podrán fingir un mes, un año, dos… algunos lo hacen mejor y pueden fingir 10 o 15 años. Pero el que es un hijo de puta una vez lo es para siempre.

Vivimos condicionadas a que envejecer sola es lo peor que nos puede pasar. El sistema nos ha convencido que después de los treinta solo tenemos una última opción: empezar a comprar gatos y hacernos llamar «tía» con los hijos e hijas de las amigas. Este sistema también nos ha limitado a que debemos encontrar al «amor de nuestras vidas» durante nuestros veintes.

Todo eso es una farsa. Para empezar, creo que nuestra generación no está genéticamente diseñada para soportar eternamente a otro ser humano. Segundo, al único «amor de tu vida» que debes encontrar durante tus veintes es a ti misma. Es la época en la que tenemos que saber que nos gusta, que no nos gusta, que queremos y a quien queremos en nuestra vida; es el momento de haces amigos entrañables y fortaleces lazos. De viajar, vivir aventuras y conocer el mundo.  Es cuando terminas tus estudios y te das cuenta que no sabes ni un carajo, entonces debes empezar una carrera, encontrar algo que te apasione, tener hobbies interesantes, aprender a vivir y estar sola… porque el día de mañana  ese alguien te dice «adiós, conocí a alguien más» y si no tienes un trabajo, una pasión, un hobbie y tus propios amigos no solo vas a tener que lidiar con la pena de la separación, sino vas a tener excesivas horas libres para pensar y re pensar hasta tocar fondo. Ahí, solo te quedarán dos opciones: el suicidio o hacer lo que debiste haber hecho en tus veintes.

No me malinterpreten, no es que me cansaron mis amigas. Simplemente, es frustrante… pasar horas y horas hablando de sus decepciones amorosas, tener incontables borracheras para que se liberen de aquel desgraciado y llegar al punto de verlas florecer en mujeres fuertes e independientes, para que unos meses después me llegue un mensaje diciendo: “volví”

Tiempos absurdos

Es difícil creer que aun pueda existir el amor, en tiempos en donde lo absurdo manda. El otro día me contaron que se metieron a robar a la casa de la vecina. La viejita de la esquina. Los ladrones removieron estantes, cajones, buscaron hasta debajo de la cama, dentro del colchón y no encontraron nada. N-A-D-A. La vieja no tenía nada. Apremiados por el tiempo notaron que en lo alto del estante del estudio se encontraba un cofre. Bastante elegante, hasta pecaba de ostentoso con aquellas piedras incrustadas. Lo tomaron sin pensar dos veces y huyeron. ¡Ja! La sorpresa que se llevaron los malandrines al escudriñar en su botín. Más valioso que cualquier manojo de collares o fajo de billetes, la vieja conservaba su mayor tesoro: Las cenizas de su esposo recién fallecido. Es que – ¿te das cuenta? –  en tiempos tan absurdos, como los de hoy, los ladrones finalmente aprendieron a robar.

– Sarah Faride

Epifanía del Bar Gay

Ya llevaba un buen tiempo viviendo en Montreal y para apaciguar la soledad nómada que me caracteriza me hice amiga de tres franceses. Una chica y dos chicos. Uno de ellos era homosexual y el otro, bueno, el otro aseveraba que era heterosexual e intentaba reafirmarse con un coqueteo forzado, pero nunca dejaba escapar la oportunidad de experimentar con su mismo sexo.

Una noche de fiesta salimos de su hostal y nos dirigimos al Village gay. A mí no me importaba ir a un club gay para nada. Además, me encontraba en una de las ciudades más libres que he visitado. Una ciudad en la que, aparentemente, la gente se puede tomar la libertad de hacer y ser lo que se les ocurra, sin ser presa del cotorreo de vieja que caracteriza a las ciudades pequeñas.

El club tenía cuatro pisos que se diferenciaban por la música. Entré al más tranquilo, ordene un ron con cola, me lo sirvió un hombre vestido con un pantalón de cuero ajustado y el torso oportunamente desnudo. Ruborizada fui a bailar con el resto del grupo.

Mientras bebía mi ron barato movía levemente las caderas y un poco los hombros al ritmo de la música, mantenía la mirada altiva para disimular mi ceguera selectiva pero siempre alerta para no cruzar la mirada con algún ser infrahumano. De pronto, me entró la sensación de ser un completo fantasma, inexistente, estaba en una discoteca llena de hombres y no me sentía desnudada por las miradas, es más, ni siguiera sentía las miradas. Yo estaba lista con el viejo truco de observar el reloj para evitar el contacto visual con seres del espanto, pero en ningún momento me sentí en la necesidad de hacerlo. En mi memoria, estoy casi segura, que en ese momento era capaz de traspasar las paredes y que las personas sentían frio cuando caminaba cerca.

Después de unos pocos segundos de confusión lance un vistazo profundo a la escena. Me percaté que quienes se esforzaban con el movimiento de caderas eran mis dos pequeños y delgados amigos franceses, mientras eran observados por hombres grandes y corpulentos desde la tarima de la derecha y unos asiáticos excéntricos desde el otro lado del salón. Inmediatamente comprendí la dinámica del lugar. Ahí yo no era una presa suculenta para nadie… Por un segundo me sentí desilusionada u ofendida (no estoy segura que sentí), pero inmediatamente después, me di cuenta que era libre de hacer lo que yo quería, sin importar lo que fuera.

Bailar desenfrenadamente, mover las caderas, el cabello, saltar y sonreír sin sentirse acosada, juzgada o sobre observada. Las parejas bailaban conmigo sin ningún prejuicio, yo misma había roto barreras mentales que limitaban mi ser y mi cuerpo. Me sentí libre.  Con las luces oscuras y un montón de hombres en una pequeña tarima circular bailando sensualmente, parejas besándose con pasión en medio de la pista, rodeada por el azul eléctrico mezclado de oscuridad, la oscuridad interrumpida por los relámpagos blancos que enfatizan el efecto del ron, del ron que corría en las manos del mesero y aquel mesero sin camisa que terminaría bailando en la tarima. Lentamente un mundo pasaba ante mis ojos y mi mente se transportaba a mi vida en Bolivia. Cuando pasaba 6 o 7 veces al día por la misma cuadra y el guardia de seguridad que trabajaba en la empresa de al lado de mi casa me silbaba, las 6 o 7 veces al día… to-dos los días; o el señor que vendía herramientas en la tienda al frente de mi oficina que me gritaba: “Ey! Choquita”  todas las mañanas al llegar al trabajo y cuando lo miraba fijamente se daba la vuelta y fingía que no había sido él. No solo me ofendía como mujer sino también insultaba mí inteligencia. Más tarde en mi día tenía que lidiar con el cerdo de mi ex jefe que no perdía la oportunidad para el comentario doble sentido del día, al cual solo me quedaba responder con una mirada de odio y media sonrisa forzada. Sin lugar a duda, no puede faltar el tipo que acaban de presentarte y en lugar de saludarte con el típico beso de mejilla, en el que ni siquiera tienes que tocar a la otra persona solo acercarte un poco y lanzar un beso al aire, no! Para ese ser del infierno eso es poco, esta criatura tiene que acercarse lentamente a ti, pasar su lengua por sus labios y pegar su babosa boca en tu mejilla por una eternidad de segundos.

De pronto, mi memoria me llevo a Montañita – Ecuador, donde podía estar sentada tomando un jugo a las 3 de la tarde y no faltaba el hombre que se acercaba amablemente y me preguntaba si me podía acompañar, antes de que pudiera darle una respuesta, lo siguiente que salía de su boca era: “¿Quieres tener sexo?”. Mi respuesta lógica fue: “mira, llegabas cinco segundos antes y te decía que sí. Pero ahora tengo suficiente pelotudes por un día… pero, oye, mil gracias, me siento súper halagada”

En Francia igual pasa, ¿por qué creen que las mujeres andan con cara de culo en el metro de París? Simple, porque si andas risueña tienes a un hombre que te persigue durante tres cuadras preguntándote tu nombre y luego otras tres más reclamándote porque no quieres decirle tu nombre, “me das miedo imbécil”. Pero, no! Una no le grita eso, simplemente camina más rápido, mirando al piso y buscando un restaurante, café o bar donde refugiarse.

En fin, a estas alturas de la vida creo firmemente que los homosexuales la pasan un millón de veces mejor y me quedo con un solo lugar idílico en mi cabeza, aquel en el que podemos ser libres de hacer lo que queramos sin ser acosadas por seres del espanto.

 – Sarah Faride

Volver

Todavía me queda unos meses para cerrar el año apropiadamente. Sin embargo escribir desde un aeropuerto a pocas horas de tomar ese avión de regreso a casa siempre conlleva nostalgia decorada con el rocío de la melancolía en las altas ventanas del aeropuerto

¿Qué significa volver? ¿Regresar a un lugar conocido siendo una persona totalmente diferente? ¿Esperar con ansias el sazón al que estas tan acostumbrada? ¿Un abrazo? ¿Las charlas profundas con las personas que conocen la fibra más delicada de tu histeria?… «volver» es una palabra que, en realidad, no existe. Podemos regresar o retroceder al lugar- espacio/tiempo- en el que alguna vez nos sentimos a gusto, pero como el tiempo avanza en circulo, a veces en círculos bastante abstractos, nunca volveremos, porque los lugares, las personas y una misma cambian. Si quisieramos volver tendriamos que viajar en el tiempo y aun así, no bastaría, tendríamos que borrar nuestros recuerdos, inmortalizar nuestros cuerpos en un momento de felicidad.

Sin duda regreso diferente, sin esperar nada, con otro enfoque de la vida, con nuevas expectativas, con la mochila más llena que nunca, valorando lo material e inmaterial de lo cotidiano.

El otro día leyendo me preguntaba a mí misma ¿Cuál ha sido el momento en el que me había dado cuenta que no era más una niña? Sin duda puedo nombrar muchos, desde los más obvios como mi primera menstruación hasta alguno  más manufacturado como la vez que me demostré a mí misma ser la mujer fuerte e independiente que siempre quise ser. Pero la realidad es que el cambio ocurrió en estos últimos 10 meses. Con mucho tiempo para pensar, ver al mundo, deferentes culturas, diferentes personas, estilos de vida, trabajos, preocupaciones, paisajes e idiomas.

Aprendí que:

  1. Trabajar sin un objetivo de vida es una pérdida de tiempo
  2. Trabajar es difícil y la gente siempre intentará hacerte menos, humillarte y pagarte poco por una simple razón: PODER
  3. Al amor de tu vida no lo vas a reconocer en los próximos 5 minutos después de haberlo conocido
  4. Los gestos de amor románticos solo quedan bien en las películas
  5. Fingir una adicción para justificar tus errores no es la solución
  6. Una charla con un buen amigo/a vale más que 1000 conversaciones con extraños
  7. Tu familia son las únicas personas que van a estar ahí para despedirte, darte la bienvenido y apoyarte cuantas veces sean necesario.
  8. Las personas viven en un círculo vicioso de trabajo y consumo al que inevitablemente vas a entrar algún día
  9. Pagar tus cuentas haciendo algo que te gusta es lo más complicado de lograr. Pero siempre estará la opción de mandar todo a la mierda, ser feliz, encontrarte nuevamente y volver a la lucha.

*Pero todo esto se entenderá mejor con las siguientes entradas del blog.

– Sara Faride

Segundos de inmensidad

«Ese momento: segundos de inmensidad, de sentir que el universo te envuelve, que el viento te acaricia, que eres infinitamente pequeño como para poseer algo, pero tan grande como para dejar que ese algo te posea y te das cuenta que existe el destino, cuando las nubes te cuentan historias, moviéndose al unísono de las palpitaciones de tu corazón; 72 palpitaciones por minuto que te susurran al oído: Estás vivo, estás vivo, estas vivo…. 72 veces estás vivo»

-Sara Faride

El hostal de Locos – Barcelona

4:10 am, mi brazo derecho recostado sobre el mostrador de la recepción, el izquierdo apoyaba el codo para poder sostener el peso de mi cabeza al mismo tiempo que la palma de mi mano deformaba mi rostro y mi dedo meñique jugaba con el labio superior de mi boca, mientras mantenía una conversación banal con el argentino que atendía el hostal, esas charlas aleatorias que uno tiene cuando está haciendo hora y en efecto, estaba haciendo hora. Al costado derecho había un televisor antiguo pequeño, de color crema-vainilla combinado con café y en la pantalla se podía ver el corredor del piso de arriba en blanco y negro con una ligera interferencia en la imagen que le daba la sensación de movimiento. De repente, cuando la conversación no podía ponerse más aburrida, volteo la mirada hacia el televisor y veo a un hombre alto y delgado con la piel pegada a sus costillas, el estómago metido, la barba larga y despeinada paseándose por el tétrico pasillo. No pudimos articular palabra alguna solo nos acercamos más a la pantalla, mientras se escuchaba el silencio acentuado por el girar del ventilador del techo. El hombre gris de ojeras prominentes se acercaba arrastrando los pies, con las manos colgando en un vaivén sosegado. Lentamente, llega al frente de la pantalla con la mirada pegada al piso y su funesto cuerpo desafiando nuestro voyerismo, nos absorbe una tensa calma, estábamos casi pegados a ese televisor, el hombre levanta la mirada súbitamente, nos sonríe y antes de que podamos reaccionar, se baja los pantalones. Con la boca abierta y la mirada fija en aquel cuadro sacado de una película de Hitchcock nos alejamos suavemente y observamos el deambular de aquel muerto viviente.

La última noche que pasé en Barcelona fue una de las más bizarras que jamás podría imaginar. Todo empezó a eso de las 21 horas, volvíamos al hostal después de haber despedido al resto de ruteros. Rocío se encontraba enferma, Vitor cansado por la jornada y yo estaba ahí, siendo yo. Los tres sentados en el comedor, hastiados de nuestra propia existencia, reíamos absurdamente con cualquier balbuceo. Observando nuestro tedio, el argentino nos ofreció una gama de licores exóticos que los huéspedes habían olvidado y/o dejado alguna vez, teníamos un vino tan añejo que pasaba por vinagre, una mitad de algo que nunca logramos descifrar, un cuarto de licor de menta que no se movía por más fuerte que lo agitemos y una botella casi llena del famoso Licor del Mono, un anisado asqueroso que ha Roció le traía recuerdo a cuando tenía 5 años y curiosa por probar las bebidas de los adultos se escondía en el trinchero de su abuela y todos los días alrededor de las 5 de la tarde se tomaba un sorbo del Licor del Mono. Gracias a esa historia siempre he pensado que era una bebida de abuela.

En fin, al no tener alternativas nos bebimos el Licor del Mono, mientras el anisado hacia efecto nosotros reíamos y recordábamos nuestras hazañas, al pasar las horas nos percatamos que el Griego hermoso con mirada de asesino en serie que nos topábamos todas las mañanas al salir del baño, estaba mirándonos fijamente desde la esquina más oscura del salón. Limpiando con un paño, según lo que recuerdo, un cuchillo de carnicero, pero estoy segura que era una guitarra, una armónica o algo así.  Alrededor de la 12 am salimos a explorar la ciudad y así de paso escapábamos de la mirada escalofriante del griego, que bastaba con tropezar con él una vez al día, aunque sea oportunamente al salir de la ducha. Para ese momento yo ya me había fijado la meta de no dormir aquella noche, ya que a las 6 am tenía que estar en el aeropuerto para tomar mi vuelo de regreso a Lyon.

Caminamos por las frías calles del barrio Gótico hasta que encontramos un bar, nos dirigimos al sótano con una jarra de cerveza y soñamos muchos de los proyectos que ahora se están realizando. Al salir, las calles estaban más frías, más vacías y más silenciosas que nunca. Con el abrigo hasta las orejas y las manos en los bolsillos serpenteábamos hasta el hostal. En el camino nos encontramos con un grupo de jovenzuelos más alcoholizados que nosotros, la mayoría eran ingleses y gritaban por las calles quitándole el misterio al Barrio Gótico, lo cual hizo que nos separemos y sigamos con nuestra melancolía premeditada.

Cuando llegamos al hostal, Vitor se marchó a su casa y Rocio decidió ir a dormir a nuestra habitación compartida con otras 6 personas, literas que simulaban un poco de intimidad con unas cortinas de tela que a contra luz se veía la silueta de lo que querías imaginar y con el aire acondicionado estratégicamente colocado en “extra frio” ya que te cobraban por cada frazada adicional que solicitabas. Entonces, tenías 3 opciones: uno, que el tipo de cabeza rapada y cara de loco que dormía en la cama aledaña a quien veías todas las noches a través de la delgada tela de la intimidad limpiando lo que parecia ser un rifle te mate mientras duermes; dos, morir de hipotermia por el aire acondicionado mal intencionado; o tres, ser optimista, pensar que el loco rapado no te va a matar y pagar extra para no correr el riesgo de morir congelado.

Esa noche decidí no tomar ninguna de las opciones y optar por una cuarta: No pagar extra por la farsa de las frazadas, evitar los ruidos extraños del loco rapado, arriesgarme a ver al griego espeluznante hermoso a altas horas de la madrugada y conversar con el cargoso del argentino para no perder mi vuelo porque me había quedado dormida, otra vez.

Así, a las 4:45 am estaba viendo a un viejo demacrado pasearse desnudo por el pasillo mostrando sus piernas huesudas y su pesarosa intimidad. Antes de que los usuales pensamientos de replantear mi vida lleguen a mi cabeza, escucho al grupo de jovenzuelos que habíamos encontrado más temprano llegar con risas ensordecedoras y con el ajetreo que provoca el alcohol. Sin darnos tiempo para reaccionar, los vemos subiendo las escaleras y en lugar de correr a detenerlos, hicimos lo más lógico, volvimos nuestras cabezas al televisor para ver sus reacciones, se escuchaban los gritos y por la pantalla se veía a las chicas correr como escapando de un muerto.

Me tiro al sillón a reír por la rareza de la escena y en medio del alboroto del hostal de locos veo bajar a un hombre mayor, grande, corpulento, cabeza blanca, barba también blanca, larga y tupida. Se sienta a mi lado interrumpiendo mis carcajadas.

Tenía la mirada fija hacia la puerta de salida y no decía nada. Yo estaba incomoda porque parecía que quería hablarme pero no encontraba forma de iniciar una conversación.

  • En unas horas vuelvo a casa – dice sin quitar la mirada de la puerta.
  • Ah! Qué bueno – le contesto aun incomoda – ¿hace cuánto tiempo que no vuelve?
  • cinco años – responde – cinco años viajando por todo el mundo
  • ¡Que increíble! yo siempre he pensado que quiero hacer algo así… dar la vuelta al mundo.
  • Mañana llegaré a Nueva York y volveré a ver a mi hija.
  • ¿Hace cinco años que no la ve?
  • Sí – balbucea –  en realidad no. No la veo hace mucho tiempo. Estábamos enojados antes de mi partida. Pero quiero verla… aunque no sé cómo me reciba. No tengo nada allá, cuando me fui lo deje todo, incluyéndola a ella… ya tiene una hija – sonrie – soy abuelo. Al llegar, primero tendré que ir donde unos amigos, me quedaré en su casa rodante, descansaré y luego iré a verla –afirma con la cabeza en señal de aprobar su propio plan – ya vuelvo – se levanta y se va.

Pasan unos minutos y vuelve a bajar por las escaleras. Esta vez, está recién bañado, lleva una chaqueta envejecida por el uso pero de estilo clásico, pantalón de vestir, esta rasurado, el cabello recortado, muy pulcro, con un peinado hacia atrás y vuelve a sentarse junto a mí.

  • ¿Está listo? – Le digo
  • No – una ligera sonrisa de ansiedad se distingue en su rostro- estoy nervioso
  • Debe ser duro volver
  • Siempre es duro, pero lo mejor de irse es volver
  • – Lo mire a los ojos por primera vez y le pregunto – ¿Qué se siente dar la vuelta al mundo?
  • Es maravilloso, el mundo es mágico… pase mucho tiempo en Egipto y las pirámides nunca dejaron de sorprenderme
  • Sabe… Estoy en un momento complicado, siempre he querido dar la vuelta al mundo, pero ahora que he salido de mi casa por una larga temporada por primera vez, me doy cuenta que es difícil partir, dejar lo que construiste para empezar de nuevo y de nuevo y de nuevo… y encima acabo de terminar una relación y… – Me interrumpe.
  • y… esa es la vida!!! No le veo complicación
  • Pero… dígame ¿vale la pena? ¿Vale la pena dejarlo todo?
  • Mira, he recorrido el mundo entero, he trabajado de todo, he conocido a mucha gente, he vivido y sí, ha valido la pena. Pero mientras más pasa el tiempo me doy cuenta que mis ojos ya han visto demasiado y se han cansado, yo me he cansado, ahora pienso que mi alma necesita más, necesito verlo todo de nuevo pero a través de otros ojos – Antes de que pueda responderle continua – No te preocupes tanto, simplemente Haz lo que te haga feliz.

Inmediatamente se levantó, puso su mano sobre mi mejilla, sonrió hasta casi cerrar sus ojos, se arregló la chaqueta, tomo la pequeña maleta que llevaba y salió por aquella puerta. Me quede quieta mirando su partida, como si fuera yo quien sale por esa puerta dentro de 40 años… y recuerdo que debo estar en el aeropuerto en 10 minutos, voy a buscar la mochila apurada, bajando las escaleras escucho gritos de nuevo, el argentino me hace a un lado bruscamente para subir y yo bajo corriendo para ver el televisor, me quedo sonriente y placida observando al viejo desnudo correteando a las huéspedes gringas mientras el argentino trata de cubrirlo con una de sus frazadas.

– Sara Faride